septiembre 23, 2009

A veces recuerdo

que saliendo del instituto, nos veíamos con ella para ir a casa. Siempre me recibía con su sonrisa metálica, amable y con frenos. Comenzábamos a caminar por ese callejón despidiéndonos de muchos amigos, sonrientes, contentos. Ambos disfrutábamos de andar juntos. Ella vivía muy cerca, a unas 6 calles. Yo debía llegar al centro de la ciudad, unos 2 kilómetros y tomar un bus por 15 minutos.

No recuerdo exactamente qué hablábamos, pero sí que nos reíamos mucho. Era divertido mirarnos, saber que nos gustábamos tanto y que ninguno haría algo al respecto, aparentemente. Al llegar a una avenida amplia, nos separábamos para seguir nuestros caminos; tardábamos más de media hora en despedirnos, sabiendo que al otro día estaríamos juntos todo el curso y nuevamente nuestro andar.

Un día decidió acompañarme cada día hasta el centro de la ciudad. Caminábamos por calles empedradas tan sólo por el hecho de seguir hablando, decía ella, de seguir sonriendo, decía yo. Pasábamos un puente donde nos deteníamos a lanzar piedras, a estirarnos hacia el agua para mojar los pies desnudos y refrescarnos. A veces, preferíamos salpicarnos y atacarnos de risa. Un día, refrescaba mi pie izquierdo, perdí el equilibrio y quedé mojado hasta las piernas. Ese día conocí sus verdaderas carcajadas.

Así fue ese curso, medio año en que fuimos felices. Después nos hicimos novios y todo se fue a la mierda.

No hay comentarios:

Publicar un comentario