septiembre 17, 2009

Bajé por las escaleras desde el sexto piso


Miraba hacia la ventana en cada entrepiso. A lo lejos, las montañas cubiertas por una fina niebla. Pisos más abajo, ya se notaban los anuncios espectaculares, las calles húmedas por la lluvia que aún caía levemente. Un poco más abajo, y yo pensaba en lo lejos que me gustaría estar en ese momento, en lugar de seguir respirando el aire con olor a medicina y enfermos, sobre todo enfermos.

En el metro, después de 8 estaciones se ha vaciado bastante. Sólo quedamos un ebrio dormido en el extremo del vagón, una señora indigente que habla sola a dos espacio de mí y yo, un solitario que ha visto a la muerte cara a cara.

Caminando por los pasillos para transbordar, se me ocurre que afuera ha caído una meteorito que ha convertido a la humanidad en zombies, que por eso todos los que entran tienen ese aire tan sinistro. La muerte anda cerca. Huele.

Bien, entre las criaturas nocturnas que comienzan a emerger en esta ciudad, sigo mi paso cada vez más aprisa, lo reconozco, porque algo de miedo se apodera del ritmo de los latidos de mi corazón. Tengo alguna angustia por llegar a casa.

Quiera llamarla y conversar; era una manera efectiva de evadir mis incontrolables emociones del pasado. Pero ya no puedo. ¿Que qué hay después de que cierras los ojos? ¿Después que sacas el resto de aire? No queda nada, por eso aterra.

Al salir a la superficie, me estaba esperando. Estaba tranquila y fumando un cigarrillo. No me miró mientras caminé a ella, seguía mirando al piso, esperándome. Por la tarde, cuando la vi, no fue necesario que me dijera nada. Todo lo entendí con su mirada, hueca, vacía.

Llegado el momento no hay vuelta atrás. Qusiera conversar con ella por última vez. ¿Aquí nadie cumple deseos? Lo que me aterra es dejar de estar aquí. Siempre me gustó estar vivo, desde que despertaba por la mañana, hasta los sueños más extraños e incomprensibles. Me gustaba, de niño, despertarme para ir a la escuela. Me gustaba saber que comería el desayuno que mi mamá preparaba tan rico, siempre tan rico. También me gustaba tener que viajar una hora en bus para llegar a la escuela, cuando apenas tenía 8 años. Eran mis aventuras. Me gustaba llegar a casa y resolver la tarea, leer todo lo que podía hasta que tuviera que ir por las torillas o sentarme a comer. Conocí todo de Australia. También del camino a la tortillería. Había que sortear a esos perros que me hacían la vida imposible. Les temía, pero aspiraba a que un día fuéramos amigos.

Lo que me aterra es dejar de estar aquí. En mis años de adolescente cometí muchos errores. Tomé las peores decisiones y desperdicié buenos sentimientos. Aunque siempre con la posbilidad de seguir adelante. Lo que me aterra es dejar de sentir. Recuerdo de un día que tuve en mi mano un primer seno. Esa sensaión tan suave y tan prohibida. Tan cálida y tan imborrable. Su nombre era Nancy. Hoy, quisiera llamarla y conversar con ella, aunque tenga otro nombre o sea mi último amor, pero ya no es posible.

Lo que me aterra es dejar de estar aquí. No me olvido de haberme sentido bien con algunas personas y mal con otras, como profesional siempre tuve una buena intención. A veces, me equivoqué. No dejé un mal sabor de boca en mi paso por estas calles de vida, aunque hoy sí, melancólicas.

Y aunque me aterra dejar de estar aquí, dejar de sentir, de mirar, de respirar, de oler y de sentirme amado, la felicidad no me abandona. Nunca fue un estado de ánimo, no me abandona ahora porque es un razgo de mi personalidad. Así que escojo mi mejor sonrisa, llego a con mi cita, tomo su huesuda mano y le digo que estoy aquí, listo para partir.

1 comentario:

  1. como te dije, siempre es un placer leerte...
    es esa sonrisa cómplice y ya.

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