junio 15, 2009

Morir a más de 200 kilómetros por hora

Cruzando apenas el estacionamiento del oxxo, al que fui por un café más aguado que la leche deslactosada, me encontré una mujer de amplias caderas. Iba andando delante de mí, tenía el cabello largo y chino, pantalón negro pegadito, pegadito; camisa roja con logo de Ford a la espalda. Llevaba una bolsa de cuero en el brazo, al pasar a su lado noté que usaba lentes y tenía unos labios preciosos pintados de carmín. Llegó a la agencia Ford, sólo la miré entrar y me fui. Al dar la vuelta para cruzar hacia mi trabajo, el coche de la izquierda se fue a estampar a una tienda de antigüedades. El tipo quedó hecho papilla. Me acerqué para observar. Muy conciente del acto morboso de ver si aún vivía, incluso de ver si había pedazos de su cuerpo fuera del auto.
Así a primera impresión, pienso que el volante le rompió el torax, le reventó los pulmones y seguro algo del estómago y los intestinos. Había mucha sangre en su cara, ni siquiera podía encontrar sus ojos en esa imagen.
Al lado de la tienda había una pastelería. Realmente los postres se miraban muy ricos y aquél desgraciado no podría volver de su destino. La muerte es el destino de todos los seres. Qué cosa más simple resulta la existencia. El tipo no tuvo un accidente. Se mató. Se mató a más de 200 kilómetros por hora, mientras una armadura de tamaño natural, con lanza y escudo, flanqueba su cuerpo inerte.

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