junio 05, 2009

Crecí en una agencia de la Cruz Roja

Y cuando escucho las sirenas en la calle, no me asalta ningún sentimiento especial. Es sólo que esta mañana desperté ansioso. Anoche, como es mi costumbre, después de que se fue el diseñador, salí a cenar a la esquina de la avenida. Aunque era casi la una de la mañana, en esta esquina de la ciudad siempre hay comida. Calidad no, pero comida sí. Una torta rusa para llevar... bueno, pero con milanesa de pollo en lugar de la de res. Paso a la tienda por unos churritos y una coca de vainilla. Lo que sí me pone a temblar son los relámpagos. Ahí estaba el cielo gruñendo por la tormenta que estaba por caer. La calle estaba absolutamente sola. Una colonia de viejitos que duermen temprano. Olía a que la lluvia caería pronto y a soledad. La entrada de la casa/oficina era una reja que se abría con una llave como del ropero de la abuelita. Lo siguiente era la puerta de madera, se abría con una llave rara, de esas que hacen dizque para mayor seguridad. El botón de la luz quedaba lejos de la puerta, por eso cuando entré no veía nada. De por sí ya venía un poco nervioso... Al cerrar la puerta y acercarme a la pared a buscar el apagador, una de las puertas del fondo de la casa, que servía de oficina de uno de los dueños de la editorial se cerró con fuerza.

Prendí la luz tan pronto como pude y hablé con fuerza, preguntando si estaba alguien ahí. Nadie me contestó. Prendí la luz del pasillo. Me acerqué a la oficnia, volví a preguntar si estaba alguien ahí. No había nadie. La puerta se cerró por el aire, supuse. La humedad por la grasa de la torta en mi mano me recordó que yo tenía prisa. Volví a apagar las luces, subí por las escaleras y al entrar al pasillo lateral un trueno me puso los pelos de punta y ahora sí me dio mucho susto.

Al pasar por la oficinia del mero mero jefe, un cuadro se cayó. Regresé, encendí la luz, coloqué el cuadro de nuevo en su lugar y decidí firmemente subir a mi cuarto de azotea, cerrar con todo lo que pudiera, prender mi pequeña televisión de 10 por 10 centímetros, comer, descansar, ponerme los audífonos y tratar de dormirme.

Di un paso dentro de la cocina, prendí la luz y además del foco, se encendió la televisión sin sintonizar ningún canal. El frío y la electricidad recorrieron mi espina dorsal. Incluso sentí calambritos en los tobillos. Andrés, el perro guardián staba igual o más asustado que yo. Entonces recordé que cuando estaba en primaria, algunos amigos decían que si te ponías lagañas de perro en los ojos podías ver al diablo. Seguro que los perros veían cosas que yo no. Apagué la televisión temblando. Cerré la puerta detrás de mí y otro rayo cruzó el cielo. Las primeras gotas caían sobre nosotros y un aire tipo huracán empujaba la ventana.

Me despedí de Andrés, lo acaricié y pedí que no le pasara nada. Subí corriendo por la escalera de caracol, entré a mi cuarto. Me di cuenta que la puerta no tenía chapa. Puse la mesita de madera que era lo único que podía detener la fuerza del aire. Se fue la luz. Los relámpagos se hacían más sonoros. Dejé la torta por un costado, me puse los audífonos e intenté no pensar en nada, con la almohada en la cabeza.

La puerta se azotaba y los relámpagos me empezaban a parecer gritos de terror. Andrés no paraba de ladrar, en crítico estado de miedo igual que yo. Sintonicé algún espacio en vivo en el am con mi walkman, pero con cada trueno se perdía la señal. Hubiera querido tener creencias para rezar, para no sentirme tan solo, tan vulnerable.

Con grandes esfuerzos comencé a quedarme dormido, era mucho mi cansancio. Hasta que el más fuerte estruendo jamás escuchado hizo vibrar mi cuarto de 3 por 2 metros, al tiempo que se abrió la ventana y la lluvia me caí en la cara, fría, ácida, indeseable.

Esa noche no la voy a olvidar nunca.

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